La pulcritud medica de los nuevos 407 y la última de Charlie Kaufman

Andrés León Miche
4 min readJun 9, 2021

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De pronto me vi pensando en una ilusión horrible, la de un ómnibus limpio y espacioso, donde una voz les avisa a los pasajeros cual será la próxima parada y cual es el nivel de gases y oxigeno que hay en el aire. Ensueño o intervalo, interregno o baldío, flashback o monólogo interior, allí estoy, preso de mis insoportables deseos higiénicos, sobresaltado por la irrupción del lugar que tanto se parece a la materia real como a un estado mental compuesto de sueño y recuerdo futuro. Si, recuerdos del futuro, imágenes del porvenir que nos ayudan a comprender el presente, auto sugerido de futuro a presente, como un oráculo berreta que adivina el presente mirando el futuro, para ser más preciso. Ahora, ¿cuánto vamos a poder olvidar de todo este caos, y cuanto va a quedar en nuestro organismo psicomotor como costumbre modificada?, ¿encontraremos por fin un lugar que no sea exclusivamente una plaza de comida o una plaza financiera para sobrellevar la ansiedad y el inmundo deseo de sobrevivencia individual? Esas no parecen ser las preguntas que se hace Charlie Kaufman cuando hace sus películas, o si?. El mundo Kaufmaniano casi siempre aborda desastres personales. Y en Pienso en el final hay unos cuantos. Empezando por la vejez y sus enfermedades. A propósito de esto, el escenario de la pandemia parece abrir un largo desfile de neurosis y casos a lo Kaufman. Como no pensar ahora en esas películas que tanto queremos, pero que ya no vemos porque saben demasiado de nosotros mismos, o porque la vida acaba pareciéndose demasiado a ellas y ellas acaban envejeciendo y perdiendo el brillo singular que tenían. El extraño brillo de un mundo llamado Charlie Kaufman.

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Sacudí la cabeza como un border collie y volví a mirar hacia afuera, quiero decir, hacia ambos lados del coche, como un perro obediente con dolor de oídos que mira hacia ambos lados para volver a cruzar la calle. Hacia ambos lados dije, en un bucle interminable. Y en lugar de seguir mirando lo que pasaba afuera, lo que pasaba hacia ambos lados, empecé ha pensar que todas las películas de Kaufman caben en la última, como un homenaje a si mismo (esa podría ser una primera aproximación). Luego empecé a pensar otra cosa, al mismo tiempo o a la misma vez, en estas nuevas máquinas silenciosas que nos llevan por la ciudad, máquinas eléctricas y limpias, máquinas silenciosas dije, máquinas que parecen mirar todo desde su epidermis inmunizada, una epidermis orgánica y desmontable, una epidermis inmunizada, practica y desechable como los escenarios de Kaufman cuando trabaja para su amigo Michel Gondry. Esos escenarios donde las cosas que suceden no son hechas con efectos especiales sino con trucos de Art Attack que el joven Michel aprendió cuando hacía videos en los años noventa. Pienso ahora en otra cosa, pienso en un posible argumento para un nuevo encuentro entre Kaufman y Gondry, podría ser el siguiente: de pronto la población de una ciudad ha perdido el sentido del tacto después de limpiarse obsesivamente las manos con alcohol en gel. Para solucionar la tragedia, un grupo de ex bailarines de danza contemporánea es encargado de viajar hasta la casa de Grace Slick (la vieja cantante de los Jefferson Airplane que por supuesto sigue viviendo en algún lugar de California), para convencerla de que solo su voz puede ayudar a devolverle el sentido del tacto a las personas más reaccionarias de la ciudad.

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Atascado entre la cruz altísima de bulevar, la plaza de la bandera y el Papa Juan Pablo II, detenido bajo la santísima trinidad, voy en el recorrido que va de Portones a Plaza España. Un recorrido familiar que me conoce bien, y que de algún modo parece saber como mi juventud ha empezado a bajar lentamente por el horizonte centro sur de la ciudad, para perderse en alguna instalación del pasado, un pasado sugerido por la pantallita que llevo en la mano. Sugerencias como esta: ¿Hace cuantos años que vi ¿quieres ser John Malkovich? por primera vez? Deberían pasarla en la pantallas de estos nuevos y perfumados 407.

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El silencio del coche eléctrico produce un cierto desajuste, un cierto desbalance, la sensación de estar en un paseo imprevisto que solo sirve para filmar lo que hay afuera. El movimiento es seco y frío, como los tonos que eligió Charlie para el retrato exterior de sus personajes, cuando van en el auto rumbo a la casa de lo padres de Jake. En este caso no hay duda que el exterior es el reverso de un estado mental: paisaje helado, granjas, animales muertos, viento, nieve, casas solitarias, hamacas sin niños, jardines y espacios vacíos. Todo bajo el sonido de una voz en off que ya conocíamos pero que nunca había alcanzado tanto lirismo y tanto absurdo al mismo tiempo. Siempre he pensado que hubiese podido trabajar con los mismos dos o tres actores en todas sus películas y que sería casi lo mismo. Dado que lo importante es el registro oral, o lo que propone su escritura, o los libros que elige para filmar. De pronto ya no estamos en los dosmil, ya no tenemos a Meryl Streep, ni Kate Winslet, ni a Catherine Keener, ni Samantha Morton o Michelle Williams. Ahora tenemos a Jessie Buckley haciendo de Lucy, (que aunque tiene algo de Clementine Kruczynski y de Hazel, intenta ser un personaje menos dramático, a Lucy como a Clementine también le gusta la nieve y parece hacerse preguntas similares, pero dejemos los parecidos). Hacia años que no se veía en el cine norteamericano, y menos aún en netflix, que apesta a superhéroes y zombies, una escena como la del poema recitado en el auto. Una escena necesaria. Punto.

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